Millones de años han transcurrido desde que el primer hombre se alzó sobre sus piernas para caminar erguido. Las manos quedaron libres, y las células del cerebro enloquecieron buscando una actividad que las justifique: recolectaron frutos, crearon herramientas, hallaron el fuego, constru-yeron armas para la caza y, lo más importante, se unieron cooperativamente para vivir en primitivas sociedades. Es cierto, precarias en sus comienzos, las comunidades surgieron a la luz de la obtención de los alimentos necesarios para su subsistencia; no obstante, con el transcurrir del tiempo, el ser humano comprendió que la comunidad era muy útil en otros aspectos de la vida cotidiana: algunos individuos del clan se dedicaban a pintar en las cavernas los animales que había en determinada zona y la forma más efectiva de darles caza; otros individuos, más hábiles con las manos, se dedicaban a confeccionar las armas para la cacería; otros habían entendido el secreto del fuego; algunos cuidaban de las crías; otros, ágiles y fuertes, cazaban para ellos y para el resto; no obstante la división de tareas, todos, absolutamente todos, comían la misma ración; nadie se creía con el derecho de quedarse con la mejor parte de la caza, ya que todos habían colaborado para que el animal cazado y cocido estuviese servido en la hoguera del clan. Así, las actividades fueron divididas según las habilidades de cada individuo, logrando, de esta manera, que cada comunidad sea más productiva y, sobre todo, autosuficiente. Es cierto que en cada comunidad se producían disputas por el liderazgo del clan para obtener mejores raciones de alimento o mayor cantidad de hembras. No obstante, creo, esto sucedía por imitación de lo que veían a su alrededor: cada manada de animales tenía un líder y había una disputa de poderes. Además, estos casos tampoco se apartan demasiado del ser cooperativo: si bien es cierto que líder recibía la mejor ración de alimento y la mayor cantidad de hembras, a cambio, el líder debía guiar y proteger al grupo de elementos foráneos. Es decir, se trataba, ni más ni menos que de un trueque de servicios.
Cada individuo era importante para su tribu, eso implica un humanismo, precario, es cierto, pero en su germen, cada ser humano pensaba en sí mismo y en su compañero.
El humanismo, como su denominación lo indica, pone al ser humano como valor central entre todas las cosas. Cada individuo es el vórtice en donde todo desemboca. El ser humano está más allá de todo: de la vida, de los dioses, de los rituales. Y, como tal, debe ser respetado y cuidado por sus semejantes como eje central de un todo.
Siempre tuve la idea de que si cada uno de nosotros se ocupara del ser humano que tiene a su lado (cuidarlo, protegerlo, alimentarlo, educarlo, etc.) formando así una cadena mundial, no habría orfanatos, ni geriátricos, ni guarderías, ni nada que se le parezca. Todos tendríamos a cargo uno y sólo un ser humano a su cuidado, formando así una gran cadena universal de manos que se ayudan. Pero, por desgracia es otra de mis utopías.
No obstante, y más allá de las utopías, debemos tener en cuenta que antes de ser hijo, obrero, padre, abuelo, etc., cada persona es un ser humano y tiene que ser tratada como tal.
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